Saturday, July 05, 2008

Rebeca

“Rebeca”, la primera película norteamericana de Alfred Hitchcock, ganadora de dos Oscar, plantea una situación muy interesante: la abrumadora influencia que los muertos pueden ejercer sobre los vivos. Joan Fontaine, interpreta a uno de los personajes más pánfilos de la historia del cine: una joven secretaria se enamora del viudo y multimillonario señor De Winter durante una estancia en Montecarlo. Tras casarse, ambos regresan al hogar de los Winter, Manderley. Allí, la memoria de la fallecida Rebeca De Winter, antigua señora de la casa, permanece honrada por su ama de llaves, la señora Danvers, quien ha convertido el hogar en un panteón habitado y consagrado a su antigua dueña.
Hitchcock prepara espléndidamente las atmósferas: la nueva esposa del millonario no tiene ni nombre (no aparece en toda la película); su presencia sirve únicamente para servir de contrapunto de Rebeca quien, sin aparecer ni siquiera en foto (riesgo encomiable que asume el filme), es la auténtica protagonista.
Por su parte, Laurence Olivier, compone un personaje misterioso, contenido, que se mueve durante toda la película en un halo de misterio y silencio, sin que se sepa nunca qué siente o piensa. Joan Fontaine interpreta magníficamente a la esposa de De Winter, en un papel muy en la línea Hitchcock: histérica y sumisa mujer, débil e insegura, sobrepasada por los acontecimientos.
Curiosamente, el salto, la sorpresa con la que Hitchcock cambia la trama es muy significativo: tras las vejaciones a la que es sometida por el ama de llaves, Joan Fontaine opta por rebelarse y decide eliminar de su gabinete cualquier recuerdo de Rebeca. Sin embargo, la película no sigue por esos derroteros sino que, a continuación, Fontaine sigue confiando inexplicablemente en la señora Danvers y se deja engañar por ella, quien la convence de que, para la fiesta de disfraces, lleve un vestido que solía llevar Rebeca. A partir de ahí, todo toma un cariz nuevo. En un momento determinado, ya nada es lo que parece: lo que la joven e inocente Joan Fontaine creía un obstáculo insalvable: el amor que Olivier sentía por su antigua esposa, se convierte en otra cosa: en un asunto mucho más trágico y doloroso, donde el amor debe jugar su papel.
Evidentemente, resulta imposible obviar el hecho de que la señora Danvers (con impresionante trabajo de Judith Anderson) sentía auténtica veneración por su antigua jefa. Una veneración, que rayaba en el amor y en el deseo. La escena en la que el ama de llaves muestra a la joven Fontaine la habitación de Rebeca es escalofriante.
De todas formas, don Alfredo da prioridad a la atmósfera, los rostros, las imágenes sobre el contenido del filme que, a la postre, resulta excesivamente largo en su desenlace.
La escena final con la señora Danvers demostrando por última vez su lealtad a Rebeca estremece al más osado.
En conclusión, una película inquietante, donde la apariencia derrota a la realidad; donde los secretos pueden destruir y el amor, salvar. Una película machista al cien por cien. Pero eso ya es otra historia.

Wednesday, June 25, 2008

El Último Emperador

Generalmente, las películas basadas en hechos reales adolecen de una desventaja: la realidad no es tan moldeable como la ficción. Ocurre muchas veces. El mundo real deja ventanas sin cerrar, no concluye la trama y, en ocasiones, su conclusión no casa bien con su planteamiento. Eso le pasa, por ejemplo, a “Zodiac”, reciente película de David Fincher, donde la apuesta por la perspectiva del “thriller” es, a mi juicio, equivocada y deja coja la película casi al final, diluyéndose en algo aburrido y monótono.
Por eso, no puedo esconder la alegría que me produjo ver “El último emperador” de Bernardo Bertolucci. Gran película desde todos los puntos de vista. Una historia real, cuidadosamente convertida en material de celuloide, exquisitamente filmada y sobriamente interpretada, en la que se narra la desventurada vida de Pu Yi, el último de los emperadores chinos. Desde el comienzo, es tan suave el ritmo, se dicen tantas cosas, con una sugerente sutileza, que parecen estar contando una fábula, una pieza de mitología. Pero es real. Son reales los escenarios y lo que se cuenta en ellos; es real el temprano desarraigo del niño que, arrancado de los brazos de su madre, debe ir a la Ciudad Prohibida para subir al trono. El vendaval de escenas inolvidables comienza pronto: el descarado e inocente niño, pasea por el salón del trono imperial, mientras la anciana emperatriz le imparte su primera lección agonizando. Le explica la presencia de los eunucos, le advierte implícitamente de la soledad que implica ser un dios en la tierra. En el momento en que le dice que todos en palacio sólo esperan su muerte y que, por ello, colocan su lecho bajo la perla que cuelga del techo, expira.
Contado in media res, la película ofrece dos narraciones: la primera, la “reeducación” del preso Pu Yi, antiguo emperador chino; la segunda, los recuerdos que se despiertan en él durante los interrogatorios. Es interesante la presencia nunca evidenciada del pueblo chino. Casi toda la película se desarrolla en pequeños espacios, donde lo exterior se intuye, se oye, pero nunca aparece con toda su crudeza hasta la última escena de la Revolución Cultural.
La primera aparición de Pu Yi, uno más de los presos políticos tras la subida al poder de Mao, es potentísima, en el momento en que Bertolucci rompe ese anonimato cuando otros presos reconocen en el protagonista al antiguo emperador y se inclinan ante él en una sentida reverencia. Ahí se revela la verdadera identidad de Pu Yi y ahí comienza el flashback, con el emperador escondido en una habitación, protegido de curiosos y leales desconocidos, abriéndose las venas.
La verdadera tragedia de un emperador usado por unos y otros: primero por los eunucos, dominadores de la Ciudad Prohibida (la caída en desgracia de éstos, expulsados de palacio, portando sus atributos en una caja constituye una escena memorable); luego por el gobierno republicano que lo convierte en un monigote sin poder efectivo; y, finalmente, por los japoneses, quienes le utilizan con la intención de conquistar China.
Todo esto, que es verdad, incorpora códigos cinematográficos con objetivo de hacer digerible la información y dotar al filme de una estructura que no sea la de un mero documental. Un ejemplo: el joven emperador queda huérfano y se le impide salir de palacio para ver el cadáver de su madre. El chico, es detenido por su propia guardia frente a las puertas de salida. Exige con firmeza que se abran. Nadie le obedece. Su rabia desemboca en orgullosa frustración. Sin embargo, casi al final de la película, esa misma escena se repite cuando, ya soberano-títere de Manchuria, trata de evitar que su esposa vaya al hospital sin él a dar a luz. La resistencia de la guardia a dejarle salir es respondida con impotencia y desconsuelo. De esta manera, Bertolucci convierte una historia real en un producto de cine. ¿Otros ejemplos? La esposa drogadicta comiendo flores, desesperada por el entreguismo de su esposo a los japoneses; el último acto de valentía del emperador que trata de reivindicar su independencia en un discurso ante sus “aliados”, quienes abandonan furiosos la reunión y luego le exigen lealtad absoluta, etc. Todo al servicio de mostrar al espectador la tragedia de un hombre. Su evolución de emperador mimado y consentido a playboy y, finalmente, jardinero en la Ciudad Prohibido durante los años de plomo del maoísmo.
Cabe hacer mención de las sobrias interpretaciones, nada exageradas ni excesivas de John Lone, en el papel del emperador; de Peter O´Toole, como su tutor occidental; o la extraordinaria Joan Chen, como emperatriz (la escena del primer encuentro íntimo de los cónyuges, mientras las manos de los sirvientes, van desnudándolos es maravillosa).
No siempre un artista puede estar a la altura de su talento. A veces, no queda más remedio que aceptar un fracaso. Pero esto no es un fracaso. Es la magia del cine que se muestra con toda su técnica, oficio y sentimiento para realizar una obra inolvidable.

Thursday, June 19, 2008

Los Muertos (Dublineses)

Cuando dos disciplinas artísticas con una misma vocación se encuentran, hay que ser muy diestro para no caer en la chapuza. John Houston, en su testamento cinematográfico “Los muertos”, basado en el último relato de “Dublineses” de James Joyce, aborda una empresa peliaguda: la evidente dificultad de transformar una obra redonda, ligada a un medio artístico en otra distinta sin que, por ello, desaparezca su esencia. Houston lo consigue, a mi juicio, hasta la escena final. La primera hora transcurre con una suavidad y una solvencia apabullantes. Apenas se perciben los cambios de plano, con una fotografía perfectamente acoplada con el espíritu del filme. La fiesta de la Epifanía, celebrada por un grupo de dublineses de clase acomodada, exigía un ritmo pausado (que no lento). Los exquisitos modales de los comensales, los secretos que guardan algunos de ellos, sólo se muestran tangencialmente, sin mostrarse en toda su crudeza. El hijo borracho de una anciana severa; el matrimonio de Gabriel y Greta Conroy, compuesto por Donal McCann y Angélica Houston, que arrastran a lo largo del metraje una crisis sólo perceptible por pequeños gestos, nunca verbalizados. Las mujeres solteras, anfitrionas de la fiesta; la joven nacionalista irlandesa que echa en cara a McCann sus sentimientos anglófilos sin que él se defienda (da la impresión de que ni siquiera le preocupa en realidad; más bien nos invita a pensar que su malestar responde a algo más profundo). En resumen, la apuesta por una empresa cien por cien cinematográfica, en la que la trama se expone de manera fundamentalmente visual.
Sin embargo, llega la última escena, donde la pareja Houston-McCann abandona la fiesta y regresa a su hotel. Ahí comienza el desenlace de la película, que es también el desenlace del relato de Joyce. Y aquí comienza la polémica. Es evidente que no se puede realizar esta película sin ser fiel al relato original. Pero considero que la obra del escritor irlandés, precisamente por constituir una pieza literaria, niega toda posibilidad de escenificación cinematográfica o teatral donde su final no dé la impresión de ser trampa metida con calzador. Me explico: la escena final, de Angélica Houston, narrando a su marido una historia sobre su juventud, en la que las pasiones, el amor, lo perdido, la apariencia de haber malgastado una vida se expresan en toda su crudeza, da pie a que Donal McCann reaccione. En la película, como en el relato, una vez su esposa, agotada por su confesión, se queda dormida, él, se asoma a la ventana, desde donde contempla las calles nevadas de Dublín. Y claro, eso sería un final apoteósico, perfectamente ligado a la esencia del filme, a la propuesta visual, sugerente, no vebalizada de los problemas personales de un grupo de burgueses. Es decir, sin que McCann dijera nada, todos sabríamos o intuiríamos qué siente.
Pero, evidentemente, Houston no pudo resistirse al uso de la voz en off, con la que McCann reflexiona sobre lo efímero de la vida y la necesidad de aprovechar la pasión cuando se nos ofrece. La película acaba así, con planos y breves secuencias de cementerios nevados, y paisajes irlandeses de invierno. El monólogo de McCann, cabe decir, es el último párrafo del relato de Joyce. No estoy seguro de que el cambio de medio artístico “literatura-cine” salga bien parado, por cuanto Houston rompe el ritmo y el espíritu de la película, con un monólogo innecesario a mi juicio, teniendo en cuenta que la ruptura fundamental y absolutamente necesaria y soberbia, ya había tenido lugar con la historia que narrara Greta Conroy.

Saturday, June 14, 2008

Al Final De La Escapada

- “Al final de la escapada” es “la mujer” como paradigma. Jean Seberg como talón de Aquiles del perfecto macarra bogartiano. Belmondo, traicionado, escapa. La muchacha corre detrás. En todo el metraje, la impresión de que la mente de Seberg vuela alto y lejos y sólo ama a Belmondo con intención de convencerse de la existencia de ese amor. Sin la certeza. La chica independiente. El hombre perseguidor: amante y “agresor”.
La película comienza presentándonos a Belmondo, el antihéroe, el delincuente. Vengo pensando que, quizás, la poderosa presencia posterior de Seberg, funcione como sustitución no sólo figurativa, sino (y sobre todo) también moral. ¿Cuál es la preferencia? La mujer moderna frente a los modelos impositivos de la masculinidad arcaica.
Otras películas se han hecho con voluntad de mostrar ese abismo separador de los sexos. Con quizás otra coreografía pero con el mismo espíritu, casi veinte años después, Woody Allen dibuja en Annie Hall un retrato del conflictivo uso que, para él, las mujeres hacen del amor. Un instrumento alejado de la compasión, de la empatía o la confianza. Pequeños gestos, indecisiones camufladas con crisis de pareja. Belmondo y Allen son víctimas propiciatorias del universo femenino; aunque, acaso Allen reaccione con humor ante el desánimo de lo perdido.
Godard borda escenas una tras otra. Lo sublime se alcanza con la larga escena en el dormitorio de Seberg, donde tantas cosas se dicen y donde los protagonistas no reaccionan sino con sus deseos por delante: amar y ser amado. ¿Quieren eso? Seberg embarazada. Belmondo no se preocupa. La imagen de la mujer fuerte, capaz por sí misma de huir, rompiendo la fortaleza masculina. Belmondo paga por todos los Bogart anteriores. El primer plano de Seberg, inmutable ante el insulto de Belmondo, imitando su gesto masculino, mirando provocativamente a cámara. Ingrid Bergman está vengada.

Friday, February 15, 2008

No Es País Para Viejos


- Lamentablemente esta película quedará en el recuerdo (al menos en España) como la del oscar a Javier Bardem. Y digo lamentablemente porque “No es país para viejos”, condensa calidad cinematográfica suficiente como para trascender la (por otra parte importante) interpretación del actor español. El filme de los hermanos Cohen, basado en una novela de Cormac McCarthy, basa su impacto en la tensión que construye desde el inicio; una tensión no planteada sobre el mero hecho violento, sino sobre las consecuencias que éste tiene en un determinado personaje: el sheriff sobriamente encarnado por el siempre profesional (y algo más) Tommy Lee Jones. Así, el título de la película se adecua perfectamente a su sentido. La trama (llamémosla evidente, tópica) de una persecución que un sicario lleva a cabo, plagando la pantalla de cadáveres, pasa a un plano superior cuando toda esa violencia inmoral, fría y sin escrúpulos proyecta su reflejo contra la figura de un hombre de la ley, a punto de jubilarse, quizás demasiado viejo, demasiado cansado como para comprender. El pasado del sheriff, la muerte de su tío (cabe reseñar la emocionantísima conversación de Tommy Lee Jones con Barry Corbin, casi al final de la película) chocan con una nueva época, acaso más dura, cuando ya las viejas historias no se entienden. Al final, el recuerdo, las inseguridades del sheriff retirado, fracasado en su último caso, afloran en un sueño: recuperar la guía de un padre muerto, que ya no puede comunicarse, ni responder a un viejo código que se ha marchitado por la acción de esos hombres nuevos. Y la película acaba sin una explicación, aceptando el espectador el mismo miedo de Tommy Lee Jones. Ahí el gran triunfo: las letras de los créditos golpean la sensibilidad del público que espera una justicia que no llega.

Tuesday, February 12, 2008

Juno

- Salgo de la sala y me pregunto: ¿Es “Juno” una buena película? Quizás la extraordinaria interpretación de Ellen Page y el tema tratado han camuflado el verdadero valor del filme, acaso no deja de ser una comedia de adolescentes, simpática e intrascendente…Pero no es así. No es la mejor película de la historia, eso está claro, e incurre, quizás, en errores (exceso de información, historias paralelas sin interés…); pero desde la primera escena, con un argumento sostenido muy eficazmente por su joven protagonista, la película sobrevuela el espinoso asunto del embarazo adolescente con suma delicadeza y altas dosis de sentido del humor. Cabría achacar al guión de Diablo Cody un lenguaje algo forzado pero, de la misma manera, hay que elogiar lo que, a mi juicio, supone el gran hallazgo de “Juno”: la capacidad de aportar un lenguaje cinematográfico que trasciende lo realista sin derribarlo. Nada parece vulgar: los personajes se comportan de una manera especial, sin caer en lo trágico. Incluso se pasa por el tema del aborto con genialidad, en esa conversación que Juno mantiene a las puertas de la clínica con una compañera de clase, que se manifiesta en soledad contra la interrupción del embarazo. Pero no cae en la parodia, sino que conserva a los personajes en la tierra, sin convertirlos en caricaturas, para, al final, sacar de ellos la ternura, el amor, la moraleja de que todo puede solucionarse si no nos volvemos locos. El matrimonio interpretado por Jason Bateman y Jennifer Garner, interesados como están en adoptar al bebé de Juno, adquieren el rol contrario al de la adolescente: quieren un bebé pero no pueden tenerlo. La crisis que se abre entre ellos puede que sea excesiva para un filme que no necesitaba de más historias. Hay que hacer mención asimismo de Allison Janney y de J.K Simmons, perfectos en su papel de padre y madrastra de la joven protagonista. Ambos representan como nadie el carácter que el director ha querido darle al filme: desenfadados y comprensivos.
La película esconde también la historia de amor que se inicia entre Ellen Page y Michael Cera (su mejor amigo y padre de la criatura); una historia que muestra, hasta qué punto necesitan ambos, tras el parto, volver a su cotidianidad, a su mundo adolescente. La maravillosa última escena, con ambos tocando la guitarra (por cierto, fenomenal banda sonora) mientras la cámara se va alejando, adquiere el empaque de gran momento cinematográfico: vuelven a ser vulgares, a ser felices.

Monday, February 11, 2008

¡Qué Bello Es Vivir!


- La proyección de la bondad como piedra de toque; la conciencia convertida en muro que paraliza los sueños y nos devuelve a la tierra. Todo eso es “¡Qué bello es vivir!”, película de Frank Capra (“Arsénico por compasión”) y protagonizada por James Stewart. Pero es mucho más. También el reflejo de la esperanza, la generosidad entendida como forma de vida. Porque George Bailey (personaje que interpreta de manera soberbia James Stewart) aparece como un ser querible, un ciudadano digno e inteligente, admirado por todos, con el sueño de salir de la aburrida localidad que lo ha visto nacer, y ver mundo. Es sensata la opción de no convertir a Bailey en una parodia, sino dotarlo de evidentes y profundas virtudes que consigan identificar al espectador con la “injusticia” que supone que el hombre más brillante del pueblo no cumpla con su vocación. Ese respeto que le tenemos a Bailey, sirve para convertir la película en un canto a su forma de responder ante la adversidad, su radical compromiso con sus vecinos. La película es un monólogo a varias voces. Todos los personajes actúan dando réplica a Stewart. Destaca la maravillosa Donna Reed, en el papel de enamorada esposa de Bailey; en un papel profundo de quien en un principio parece caminar sobre una cuerda floja: no es capaz de “atar” a un Bailey ambicioso y soñador pero quien, al final, logra despertar en él el amor y el compromiso. Todo en la película fluye desde la amargura por la sospecha de que Bailey no vive la vida que ha elegido, sino la que le ha tocado y la sensación de que semejante situación es llevada con un poso de tristeza y resignación. La situación límite que vive el protagonista funciona como justificación para contarnos la historia. Cabría preguntarse si no hay, al final, demasiado metraje que deja la aparición del ángel bonachón y excéntrico, en una curiosa anécdota. Henry Travers interpreta a Clarence, un “Ángel de Segunda Categoría”, buscando el respeto de sus superiores, ayudando al desesperado Bailey. Quizás se echa de menos un poco más de tiempo y de conversación entre los dos. Posiblemente, la película se corta de manera demasiado brusca. No obstante, la escena final (una de las escenas míticas de la historia del cine), con un Stewart agasajado por sus conciudadanos, responde perfectamente al espíritu del filme: la respuesta a la oración de todo un pueblo, la bondad comprendida como fuente de vida, a pesar de los males. Bailey al final es el hombre rico, en una moraleja, quizás exagerada, pero siempre emocionante. Por lo demás, el carácter navideño del filme (un poco, a lo “Canción de navidad”) le ha dejado fama de película ñoña. Sin embargo, cuenta con un guión estupendo, plagado de veladas alusiones picantes y de gran sentido del humor. Una película limpia, sin dramatizaciones fuera de lugar. Una recomendación, sin ambigüedades, para los que gusten de emocionarse viendo cine del bueno.