Wednesday, June 25, 2008

El Último Emperador

Generalmente, las películas basadas en hechos reales adolecen de una desventaja: la realidad no es tan moldeable como la ficción. Ocurre muchas veces. El mundo real deja ventanas sin cerrar, no concluye la trama y, en ocasiones, su conclusión no casa bien con su planteamiento. Eso le pasa, por ejemplo, a “Zodiac”, reciente película de David Fincher, donde la apuesta por la perspectiva del “thriller” es, a mi juicio, equivocada y deja coja la película casi al final, diluyéndose en algo aburrido y monótono.
Por eso, no puedo esconder la alegría que me produjo ver “El último emperador” de Bernardo Bertolucci. Gran película desde todos los puntos de vista. Una historia real, cuidadosamente convertida en material de celuloide, exquisitamente filmada y sobriamente interpretada, en la que se narra la desventurada vida de Pu Yi, el último de los emperadores chinos. Desde el comienzo, es tan suave el ritmo, se dicen tantas cosas, con una sugerente sutileza, que parecen estar contando una fábula, una pieza de mitología. Pero es real. Son reales los escenarios y lo que se cuenta en ellos; es real el temprano desarraigo del niño que, arrancado de los brazos de su madre, debe ir a la Ciudad Prohibida para subir al trono. El vendaval de escenas inolvidables comienza pronto: el descarado e inocente niño, pasea por el salón del trono imperial, mientras la anciana emperatriz le imparte su primera lección agonizando. Le explica la presencia de los eunucos, le advierte implícitamente de la soledad que implica ser un dios en la tierra. En el momento en que le dice que todos en palacio sólo esperan su muerte y que, por ello, colocan su lecho bajo la perla que cuelga del techo, expira.
Contado in media res, la película ofrece dos narraciones: la primera, la “reeducación” del preso Pu Yi, antiguo emperador chino; la segunda, los recuerdos que se despiertan en él durante los interrogatorios. Es interesante la presencia nunca evidenciada del pueblo chino. Casi toda la película se desarrolla en pequeños espacios, donde lo exterior se intuye, se oye, pero nunca aparece con toda su crudeza hasta la última escena de la Revolución Cultural.
La primera aparición de Pu Yi, uno más de los presos políticos tras la subida al poder de Mao, es potentísima, en el momento en que Bertolucci rompe ese anonimato cuando otros presos reconocen en el protagonista al antiguo emperador y se inclinan ante él en una sentida reverencia. Ahí se revela la verdadera identidad de Pu Yi y ahí comienza el flashback, con el emperador escondido en una habitación, protegido de curiosos y leales desconocidos, abriéndose las venas.
La verdadera tragedia de un emperador usado por unos y otros: primero por los eunucos, dominadores de la Ciudad Prohibida (la caída en desgracia de éstos, expulsados de palacio, portando sus atributos en una caja constituye una escena memorable); luego por el gobierno republicano que lo convierte en un monigote sin poder efectivo; y, finalmente, por los japoneses, quienes le utilizan con la intención de conquistar China.
Todo esto, que es verdad, incorpora códigos cinematográficos con objetivo de hacer digerible la información y dotar al filme de una estructura que no sea la de un mero documental. Un ejemplo: el joven emperador queda huérfano y se le impide salir de palacio para ver el cadáver de su madre. El chico, es detenido por su propia guardia frente a las puertas de salida. Exige con firmeza que se abran. Nadie le obedece. Su rabia desemboca en orgullosa frustración. Sin embargo, casi al final de la película, esa misma escena se repite cuando, ya soberano-títere de Manchuria, trata de evitar que su esposa vaya al hospital sin él a dar a luz. La resistencia de la guardia a dejarle salir es respondida con impotencia y desconsuelo. De esta manera, Bertolucci convierte una historia real en un producto de cine. ¿Otros ejemplos? La esposa drogadicta comiendo flores, desesperada por el entreguismo de su esposo a los japoneses; el último acto de valentía del emperador que trata de reivindicar su independencia en un discurso ante sus “aliados”, quienes abandonan furiosos la reunión y luego le exigen lealtad absoluta, etc. Todo al servicio de mostrar al espectador la tragedia de un hombre. Su evolución de emperador mimado y consentido a playboy y, finalmente, jardinero en la Ciudad Prohibido durante los años de plomo del maoísmo.
Cabe hacer mención de las sobrias interpretaciones, nada exageradas ni excesivas de John Lone, en el papel del emperador; de Peter O´Toole, como su tutor occidental; o la extraordinaria Joan Chen, como emperatriz (la escena del primer encuentro íntimo de los cónyuges, mientras las manos de los sirvientes, van desnudándolos es maravillosa).
No siempre un artista puede estar a la altura de su talento. A veces, no queda más remedio que aceptar un fracaso. Pero esto no es un fracaso. Es la magia del cine que se muestra con toda su técnica, oficio y sentimiento para realizar una obra inolvidable.

Thursday, June 19, 2008

Los Muertos (Dublineses)

Cuando dos disciplinas artísticas con una misma vocación se encuentran, hay que ser muy diestro para no caer en la chapuza. John Houston, en su testamento cinematográfico “Los muertos”, basado en el último relato de “Dublineses” de James Joyce, aborda una empresa peliaguda: la evidente dificultad de transformar una obra redonda, ligada a un medio artístico en otra distinta sin que, por ello, desaparezca su esencia. Houston lo consigue, a mi juicio, hasta la escena final. La primera hora transcurre con una suavidad y una solvencia apabullantes. Apenas se perciben los cambios de plano, con una fotografía perfectamente acoplada con el espíritu del filme. La fiesta de la Epifanía, celebrada por un grupo de dublineses de clase acomodada, exigía un ritmo pausado (que no lento). Los exquisitos modales de los comensales, los secretos que guardan algunos de ellos, sólo se muestran tangencialmente, sin mostrarse en toda su crudeza. El hijo borracho de una anciana severa; el matrimonio de Gabriel y Greta Conroy, compuesto por Donal McCann y Angélica Houston, que arrastran a lo largo del metraje una crisis sólo perceptible por pequeños gestos, nunca verbalizados. Las mujeres solteras, anfitrionas de la fiesta; la joven nacionalista irlandesa que echa en cara a McCann sus sentimientos anglófilos sin que él se defienda (da la impresión de que ni siquiera le preocupa en realidad; más bien nos invita a pensar que su malestar responde a algo más profundo). En resumen, la apuesta por una empresa cien por cien cinematográfica, en la que la trama se expone de manera fundamentalmente visual.
Sin embargo, llega la última escena, donde la pareja Houston-McCann abandona la fiesta y regresa a su hotel. Ahí comienza el desenlace de la película, que es también el desenlace del relato de Joyce. Y aquí comienza la polémica. Es evidente que no se puede realizar esta película sin ser fiel al relato original. Pero considero que la obra del escritor irlandés, precisamente por constituir una pieza literaria, niega toda posibilidad de escenificación cinematográfica o teatral donde su final no dé la impresión de ser trampa metida con calzador. Me explico: la escena final, de Angélica Houston, narrando a su marido una historia sobre su juventud, en la que las pasiones, el amor, lo perdido, la apariencia de haber malgastado una vida se expresan en toda su crudeza, da pie a que Donal McCann reaccione. En la película, como en el relato, una vez su esposa, agotada por su confesión, se queda dormida, él, se asoma a la ventana, desde donde contempla las calles nevadas de Dublín. Y claro, eso sería un final apoteósico, perfectamente ligado a la esencia del filme, a la propuesta visual, sugerente, no vebalizada de los problemas personales de un grupo de burgueses. Es decir, sin que McCann dijera nada, todos sabríamos o intuiríamos qué siente.
Pero, evidentemente, Houston no pudo resistirse al uso de la voz en off, con la que McCann reflexiona sobre lo efímero de la vida y la necesidad de aprovechar la pasión cuando se nos ofrece. La película acaba así, con planos y breves secuencias de cementerios nevados, y paisajes irlandeses de invierno. El monólogo de McCann, cabe decir, es el último párrafo del relato de Joyce. No estoy seguro de que el cambio de medio artístico “literatura-cine” salga bien parado, por cuanto Houston rompe el ritmo y el espíritu de la película, con un monólogo innecesario a mi juicio, teniendo en cuenta que la ruptura fundamental y absolutamente necesaria y soberbia, ya había tenido lugar con la historia que narrara Greta Conroy.

Saturday, June 14, 2008

Al Final De La Escapada

- “Al final de la escapada” es “la mujer” como paradigma. Jean Seberg como talón de Aquiles del perfecto macarra bogartiano. Belmondo, traicionado, escapa. La muchacha corre detrás. En todo el metraje, la impresión de que la mente de Seberg vuela alto y lejos y sólo ama a Belmondo con intención de convencerse de la existencia de ese amor. Sin la certeza. La chica independiente. El hombre perseguidor: amante y “agresor”.
La película comienza presentándonos a Belmondo, el antihéroe, el delincuente. Vengo pensando que, quizás, la poderosa presencia posterior de Seberg, funcione como sustitución no sólo figurativa, sino (y sobre todo) también moral. ¿Cuál es la preferencia? La mujer moderna frente a los modelos impositivos de la masculinidad arcaica.
Otras películas se han hecho con voluntad de mostrar ese abismo separador de los sexos. Con quizás otra coreografía pero con el mismo espíritu, casi veinte años después, Woody Allen dibuja en Annie Hall un retrato del conflictivo uso que, para él, las mujeres hacen del amor. Un instrumento alejado de la compasión, de la empatía o la confianza. Pequeños gestos, indecisiones camufladas con crisis de pareja. Belmondo y Allen son víctimas propiciatorias del universo femenino; aunque, acaso Allen reaccione con humor ante el desánimo de lo perdido.
Godard borda escenas una tras otra. Lo sublime se alcanza con la larga escena en el dormitorio de Seberg, donde tantas cosas se dicen y donde los protagonistas no reaccionan sino con sus deseos por delante: amar y ser amado. ¿Quieren eso? Seberg embarazada. Belmondo no se preocupa. La imagen de la mujer fuerte, capaz por sí misma de huir, rompiendo la fortaleza masculina. Belmondo paga por todos los Bogart anteriores. El primer plano de Seberg, inmutable ante el insulto de Belmondo, imitando su gesto masculino, mirando provocativamente a cámara. Ingrid Bergman está vengada.