Sunday, May 07, 2006

Jules y Jim


- Puede uno especular con el amor? Es posible crear, además de padecer, el sentimiento amoroso? La película de Truffaut, directa y sin dramas innecesarios, cuenta la historia de un trío amoroso. Es la fábula de quienes creen poseer el antídoto para el sufrimiento. La moralina del filme (si puede entresacarse alguna) es, sencillamente, la demostración de lo imposible de dominar el amor. La incapacidad del hombre y de la mujer de moldearlo a su gusto; de que siempre hay algo desconocido que nos ata al amar y que puede estrangularnos si nos mostramos débiles o calculadores. Jules (verdadera víctima de la trama), trata por todos los medios de conservar a su díscola esposa Catherine (soberbia Jeanne Moreau) y, para ello, no duda en representar el papel de cornudo consentidor, aceptando la promiscuidad sentimental (y física) de ésta. Jim, su amigo del alma, participa del experimento, al principio con reservas y luego con euforia. Él ama también a la mujer de su amigo. Verdaderamente escabrosa resulta la visión de esta película, como si el espectador en determinados momentos sintiera estar de más ante la ridiculez del ménage a trois; hay momentos en que dan ganas de atravesar la pantalla, darle unas buenas bofetadas a Jules y decirle: “espabila, muchacho. Esta chica acabará contigo!”
Da que pensar todo esto. Los tres protagonistas pertenecientes a la burguesía ilustrada y cultureta de principios del siglo pasado, emprenden un dramático camino, contado con absoluta sencillez, desde la felicidad de los primeros años, a la hecatombe final. No querían atarse, preferían vivir la vida de otro modo: más libre, más lúdico, pero era en vano. Sus corrientes sentimientos iban más rápido. “Hemos perdido” dirá Jim. Jules, de comprensivo (y egoísta) marido de Catherine, va tornándose en un individuo patético, recorriendo con la cabeza gacha, las calles del cementerio. Catherine, la bella musa de la libertad, es, finalmente, una caprichosa y dañina dama treintañera. Todo va pasando de la experiencia al mundo real, con asombrosas escenas como la aparición de Jeanne Moreau bajando unas escaleras o la interrupción de Catherine de la conversación que Jules y Jim mantienen en la casa alemana. El dolor no entiende de citas literarias, de traducciones vespertinas. Todo va según lo previsto. Siempre.

Thursday, May 04, 2006

El Alma Y El Papel

- Una obra de arte necesita del ingrediente de la justificación para lograrse. Cuando digo justificación no me refiero sólo a una base moral que legitime la trama o la ideología de la obra, sino a razones de credibilidad. Un cineasta (como un pintor o un escritor), tanto si pertenece a la categoría de los creadores como si descansa en la paz industrial de las grandes productoras, siente la necesidad de dotar a sus películas de una atmósfera que posibilite la conexión del espectador más allá de la trama. Así pues, no se trata sólo de identificación del espectador con la trama o los personajes, sino más bien, de reconocerse con los personajes en la historia. Hay autores como Woody Allen que se concentran en la elaboración argumental sobre la existencia de potentes egos protagonistas, fácilmente diferenciados de otros personajes del cine. La historia sólo tiene sentido como escenario donde los sujetos desarrollan una visión del mundo. Otros, como Julio Medem, prefieren el escenario como protagonista e imponen a sus personajes una simbiosis con el entorno, de la que, únicamente algunas veces, sale triunfante. “Tierra” es un ejemplo de solvencia en ese aspecto; no así “Lucía y el sexo” o “Los amantes del círculo polar”, cuyos frágiles protagonistas no alcanzan el climax pretendido por el autor.
El reconocimiento del espectador en los personajes de una película, se lleva tanto positiva, como negativamente, es decir, tanto en la vinculación ideológica por medio de la admiración como en el odio y la repulsa más visceral. Un personaje del cine clásico que recibe ambos estados de ánimo es Ethan Edwards en “Centauros del desierto”). Alex, de “La naranja mecánica” como otros personajes de Kubrick (pienso en Barry Lyndon) actúan como velo impenetrable incapaces de conquistar al espectador y, por lo tanto, dejan la película al simple escenario fotográfico. Kirk Douglas en “Senderos de gloria” sí posee la magia del héroe del cine: nos reconocemos en él y en su idea de justicia.

Wednesday, May 03, 2006

Los 400 Golpes


- Decía Jean de La Bruyére que todo nuestro mal proviene de no poder estar solos y de ahí la existencia de los vicios. Hay una escena en “Los cuatrocientos golpes” de François Truffaut en la que el protagonista Antoine Doinel, por fin detenido y separado irremediablemente de su entorno, llora tras las rejas de un furgón policial. No llora más en toda la película. Sólo en ese paseo a través de la ciudad nocturna, iluminada por el falso neón, Antoine deja derramar algunas lágrimas. Es curioso. Una obra de hace casi cincuenta años toca en la fibra sensible del espectador que sin duda, conoce del estado de ánimo de Doinel. Sabe de las horas muertas, del cotidiano acto de poner la mesa, de participar de una mentira familiar… No hay nada extraño en ese joven que puede ser todos los jóvenes solitarios, todos los niños que preferirían estar en otra parte. Cuando hace novillos para perderse por la ciudad y protegerse en los cines, cuando le pone una vela a Balzac, es un chico más. Ni más listo que sus compañeros ni, sobre todo, mejor persona. Está por estar pero tiene lo que identifica a los especiales. La voluntad de abrir la ventana y volar. La carta a lo padres. Cuando les dice que ya les explicará más adelante con más calma las razones de su huida. No sabe qué contestar cuando su madre le pregunta finalmente. Claro. Porque no conoce la respuesta. Su silencio. La necesidad de abandonar lo que le define por obligación es latente en el muchacho. Una escena final. Antoine se escapa del correccional; y corriendo, llega a la orilla del mar. Chapotea un instante y después mira a la cámara. Y parece decirnos: y ahora qué?

Volver


- No me gusta Almodóvar. Siento que sus películas a menudo son frías pretenciosas y fallidas. Su atmósfera de diseño, lejos de conmoverme, me sitúan en la rabia más que en la admiración: no comprendo cómo se puede mentir tanto y tan impunemente durante tanto tiempo. Esto lo iba pensando camino del cine. La tarde norteña no había prometido buen tiempo y me esperaba una nueva situación homosexual, un simple drama sobre la imposibilidad de compaginar tetas y pene en la metrópoli posmoderna. El arranque de la película no me hizo salir del atolladero. Una imagen coral de mujeres limpiando tumbas en un cementerio; auténtica escenificación teatral que recuerda vagamente a las tabaqueras de “Carmen”. Pronto mis malos augurios se tornaron en profundo interés en la que iba a ser (a mi parecer) la mejor película de Pedro Almodóvar. Una historia simple, llena de sobreentendidos, que respeta la inteligencia del espectador y que muestra como en un perfecto cuadro, la idiosincrasia de un grupo de mujeres marcadas por la vida en su pueblo y por una tragedia. La calidez de sus personajes y la soberbia interpretación de Penélope Cruz, alrededor del a cual gira todo el argumento, junto con el secreto que se va desentrañando poco a poco y en voz baja, hacen de esta obra del manchego, una oportunidad para admirar la capacidad de un cineasta maduro que ya no cree tener nada que demostrar a nadie en el mundo del cine.
Se trata de una película de actrices en la que los hombres están ausentes (como en La casa de Bernarda Alba) y en la que Blanca Portillo se encuentra en su salsa en el papel de la excesiva Agustina, una mujer de temperamento delirante, también guardiana del secreto familiar. No obstante, Lola Dueñas no hace sino una simple caricatura de un papel que podría haberse convertido en la margen tierna del filme. Aquel secundario que todos quieren por su bondad e inocencia. Todo en ella es artificial y prescindible. El buen papel de Carmen Maura queda ensombrecido por el de Penélope Cruz, Raimunda, una joven esposa y madre, sabedora de su encanto personal, querida por todos. Imposible, al verla, no recordar al Sophia Loren, y a la Italia de la posguerra. Una mujer rural, autosuficiente, y de físico exuberante, mediterránea y atractiva. Su profunda y luminosa mirada encandila al público desde la primera escena. Un logro de Pedro sin duda, una meta perseguida por todos: poder transmitir una atmósfera de familiaridad e interés. Lo ha conseguido. Por esta vez.